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sábado, 27 de abril de 2013

ULTIMOS DIAS DE LA VICTIMA.

Ver películas de tiempo pasado ofrece varias satisfacciones. Cuando una película vieja es mala puede asombrarnos la juventud de los actores, el absurdo de la trama, el artificio de modales y costumbres obsoletas, el anacronismo de los escenarios, la calidad de los efectos especiales. Algunos de estos placeres, opacados por el placer de una buena película, ofrecen el film de Adolfo Aristarain "Ultimos días de la víctima".

Aristarain dirigió películas que espectadores de distintas edades o grados de cinefília pueden recordar: “Tiempo de Revancha” (del 81, en plena restauración democrática), “Un Lugar en el Mundo” (del 91, en los inicios de la década menemista), “Martín (Hache)” (del 97, cuando las fisuras del menemismo ya preparaban la escena para las convulsiones del 2001). Son historias son tensas, con ocasional humor, con personajes que se abren camino o son guiados a resoluciones inciertas. Son historias también lateralmente políticas, un aspecto que aparece en situaciones y generalmente evita ser alegórico.

Esta virtud, de no reducir una historia a sus símbolos, está presente en “Ultimos Días de la Víctima”. Es la historia de Mendizábal, un meticuloso asesino a sueldo que se precia de ser un agente autónomo, sujeto únicamente a la incidencia de cada contrato. Federico Luppi, con breve bigote de tipo duro, lleva a Mendizábal de la distante superioridad de quién se cree en absoluto control, a la gradual desesperación frenética de quién se revela a merced de su propio esquema. Mendizábal recibe el encargo de vigilar a un tal Külpe, informar sus movimientos y eventualmente, cuando llegue la orden, bajarlo.

Sobre Külpe le dicen que “sabe cosas” y a Mendizabal no parece interesarle saber más. Por “jugar a los detectives” Mendizábal pide que dupliquen sus honorarios y no encuentra objeción. Como le advierte el “Gato”, apoyo técnico y amigo del asesino, interpretado con afecto y patetismo por Ulises Dumont, tanta plata es demasiada plata. Esta es la primera de varias señales que Mendizábal ignora. Las circunstancias del “trabajo” se vuelven cada vez más opacas, Mendizábal tiene la oportunidad y la orden de abrirse, pero no puede dejar las cosas irresueltas. La película nos da un final que deja al espectador la determinación de si Mendizábal sigue hasta las últimas consecuencias porque necesita saber, o porque necesita cumplir.

De las circunstancias que enturbian el trabajo, la de mayor fatalidad es el romance de Külpe con Cecilia, interpretada por una muy joven Soledad Silveyra. Fantasma de un trabajo anterior, Cecilia es la reciente viuda de Ravenna, un empresario implicado en la estafa a una cooperativa de vivienda popular. La escena inicial nos muestra a Mendizábal, de traje con chaleco, en un amplio y lujoso apartamento, sirviéndose un trago, comiendo masas finas, viendo en la tele a Ravenna bajo asedio mediático, llenando la bañera. Ravenna llega al departamento, que comprendemos es suyo, es sorprendido por Mendizábal, puesto en la bañera y matado de un tiro en la sien, armando la escena de un suicidio. Luego Mendizábal hace un truco inteligente que termina de atraparnos en su desapego clínico. Saca una pequeña pinza, atada a una tanza, de una navaja suiza, la engancha en la llave del baño, sale a la habitación, tira de la tanza que hace girar la llave y desaparecer la pinza bajo la puerta. Deja así a la víctima en un cuarto cerrado, casi burlándose del clásico tema de la literatura policial.

Para vigilar a Külpe Mendizábal se instala en una pensión, manejada por China Zorrilla en el papel de una señora chusma que resulta familiar. Desde una habitación en la terraza fotografía a Külpe con un enorme teleobjetivo, con el cual observa a una mujer que se desnuda, se inyecta heroína y se entrega a juegos eróticos con la víctima. Perturba a Mendizábal descubrir que la mujer es Cecilia.

Este giro, un hallazgo de la trama, da verosimilitud a la obsesión del asesino, y no solamente por la sensualidad de Soledad Silveyra. Al retirarse del departamento de Ravenna el asesino se había cruzado con la mujer en el ascensor, se había hecho a un lado como un perfecto caballero, la mujer le había dado las gracias. Podemos imaginar el placer perverso de Mendizábal al pensar que esa mujer agradecida iba camino de encontrarse con el cadáver del marido, en la escena que el asesino había construido. Cuando Cecilia reaparece, ocupando el lugar de la mujer de la siguiente víctima, los roles se invierten, es el asesino quien se encuentra con la escena que ella le arma.

Külpe, como Ravenna, está en una zona ambigua donde negocios y política se solapan. Mendizabal recibe el encargo de matar a Külpe en unas oficinas enormes y vacías, de un ejecutivo en reuniones habladas en inglés, con el cual se comportan como viejos conocidos. El enlace de Mendizábal, por otro lado, es un tal Peña, interpretado con agresión afectada por Enrique Liporace. Peña y Mendizábal se reúnen en un salón de bowling y Mendizábal lo trata con desprecio, le pregunta qué tiene que ver Ravenna con Külpe. Cuando Peña se burla el asesino le dice que cualquiera, incluso el mismo Peña, puede ser su próximo trabajo. Luego lo tranquiliza diciéndole que de momento está a salvo porque nunca toma más de un contrato a la vez.

El asesino tiene armado un sistema que lo deja libre tanto de afiliaciones como de conflictos. Fotografía a sus víctimas hasta no dejar fisuras en el relato, permitiéndole tomar una distancia objetiva. Luego de matar a Ravenna, Mendizábal hace dos cosas que tienen la apariencia de un ritual. Despega de la pared y destruye las muchas fotografías que tomó del empresario, y sale a la ruta, al campo, a una casa escondida en el verde, a pasar un día de descanso con el Gato. En esas fotografías destruidas vemos que Mendizábal “juega a los detectives” con todas sus víctimas, que conocía las infidelidades de Ravenna con su secretaria, que este conocimiento es lo que le permite afirmar que todos los condenados son culpables.

La construcción y control de la escena es el dispositivo fundamental del asesino. Vemos también que esta escena no tiene espesor. Que Mendizábal quiera saber si la relación entre Ravenna y Külpe sea por la cooperativa estafada, o alguna otra historia de plata o política, es poco probable. Como le dice a Peña, ellos, sus rotativos contratantes, “matan para conseguir lo que tienen y siguen matando para conservarlo”.

De a poco descubrirá que su sistema es más precario, su posición más frágil de lo que cree. Cuando Peña se mete en el cuarto de pensión y bromea sobre las fotografías íntimas de Külpe y Cecilia, Mendizábal impulsivamente lo encañona con su arma. Peña le dice que en adelante le dará él las órdenes, su superior está siendo desplazado. Los entramados de poder están cambiando. Cuando Peña le reprochaba al asesino no tener fidelidades, podía estar dándole una advertencia.

“Ultimos Días de la Víctima” fue escrita por Aristarain con el escritor José Pablo Feinmann sobre la novela homónima, ópera prima en el campo de la ficción, de Feinmann. Feinman contó en una entrevista del 2007 que escribió la novela porque estaba “hecho pelota” por la dictadura. También dice: “La pregunta que me hacía era cuántos horrores nos esperaban”. El libro salió en el 78, la película en el 82.

Desde el momento actual de recomposición, de confrontaciones políticas y sociales, amplificadas por turbulencias mediáticas, podemos preguntarnos cómo habrá interpretado el público argentino de 1982, que desconociera el libro, el título de este film. La restauración democrática era una novedad, la película podía celebrar el final de una larga pesadilla, afirmar la clausura de los días en que cualquiera podía ser la próxima víctima. Contrariamente la película no es de clausura sino de circularidad y tal vez de la ilusión de circularidad. Es una historia de violencia, de manipulación, de la precariedad y el hábito de la dependencia. Mendizábal quiere ir más allá con su pretendida víctima, ya no le alcanza tomar una vida, quiere también poseerla, hacerla suya, y en eso el asesino se pierde ya que desear la vida de otro es reconocerle esa vida.

Pero al final hay una vuelta de tuerca que, de tan impecable ejecución, puede parecernos solo un golpe de efecto. Esta vuelta de tuerca tiene cifrada una idea que subvierte el cinismo, o pesimismo, de una historia en la que los personajes quedan sin salida aparente, al ofrecer en vez una salida al espectador. No alcanza con mirar al abismo para convertirse en monstruo. Los monstruos quieren que los usemos de espejo, que nos veamos en ellos. Esa es la trampa.

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