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sábado, 19 de octubre de 2013

BLUE JASMINE

Woody Allen dirigiendo a Cate Blanchett en el set de "Blue Jasmine."

“Blue Jasmine”, la entrada 2013 en la filmografía anual de Woody Allen, es la clase de trabajo breve y potente que produce un artista cuando madura con éxito. Con 98 minutos la película es amarga, ágil y espesa, sin nada supérfluo. Como “La Muerte de Ivan Ilych” de Tolstoy o “Bartleby el escribiente” de Melville, “Blue Jasmine” es una reducción concentrada y un estudio de carácter.

Es la historia de Jeanette Francis, una huérfana que se reinventa como Jasmine French (“Jazmín Francés”), dama de alta sociedad, casándose con un magnate de bienes raíces. Pero Hal, el magnate, es un estafador, una personalidad tan falsa como Jasmine. Cuando el marido criminal es descubierto y arrestado, Jasmine se queda de golpe sin casa o dinero y debe pedir ayuda a su hermana Ginger (“Jengibre”, su verdadero nombre), una laburante de supermercado divorciada que vive con sus dos hijos en un departamentito.

Jasmine y Hal son un matrimonio que vive del engaño mutuo. Mostarse mutuamente sus imágenes falsas es lo que sostiene la realidad ilusoria que habitan. Como pareja tienen en común algo que llega a la raíz de sus médulas: los dos son usurpadores. Ginger dice de Hal: “era un gran operador.” Cuando Ginger visitó a Jasmine en Nueva York, antes de la caída, Hal la metió en una limusina para sacársela de encima, y desde la limusiona Ginger vió a Hal por la calle con otra mujer. Pero Hal el operador tiene una falla fatal: necesita creer en la impunidad de sus tramoyas. Jasmine comparte esa falla, pero desplazada: necesita confiar ciegamente en el éxito y la fidelidad de su marido. Si hubiesen sido aliados, dispuestos a mostrarse como eran, habrían sido un dúo criminal imbatible, estafadores de primer nivel. Pero para Jasmine y Hal la riqueza es un medio para otro fin más fundamental. Lo que necesitan es creer que tienen derecho a su lujo mal habido. Necesitan vivir engañados.

Las historias de identidades que se reinventan para sobrevivir y progresar apelan al mito estadounidense del inmigrante heroico. En la tradición del gótico y todavía en la romántica esos usurpadores fueron el “cuco” de la nobleza, un fantasma siervo que trae la ruina (la palabra “cuco” puede venir del pájaro, que no sabe hacer su propio nido y pone sus huevos en nidos ajenos. Cuando la cría del Cuco nace, patea los otros huevos fuera del nido). Con la Iluminación el personaje arribista se vuelve heroico. Recuerden “Orgullo y Prejuicio” y “Grandes Esperanzas.”

Para cuando llegamos al Nuevo Mundo, con la placa en la Estatua de Libertad reclamando al Viejo “los desechos miserables de sus costas hacinadas”, la reconstrucción de la identidad se transforma en una piedra fundamental de la democracia. Más romántico que victoriano, James Cameron hizo en “Titanic” de la identidad reinventada un nuevo derecho de la vieja nobleza. El romance entre Rose, niña rica, y Jack, raterito proletario, lleva a la desaparición de Jack (se funde con la oscuridad del océano), quien cede su espacio social a Rose. Jack es un fantasma desde el vamos: gana su pasaje en un juego de azar y viaja en el lugar de otro. Al final del viaje, cuando los sobrevivientes llegan a Nueva York, la cámara gira sobre Rose para revelar la Estatua de Libertad y un oficial de inmigración le pregunta su nombre. Para el público de hijos y nietos de inmigrantes este es un momento icónico y lejanamente conmovedor, el momento en que sus apellidos se redujeron y alteraron para “americanizarse”. La música también conmueve, el giro de la cámara es suave y la corona de la Libertad está iluminada en la oscuridad. Rose toma el apellido de Jack, no en memoria de su romance, sino para tomar su identidad.

Desde ese y otros ángulos uno puede acotar la película de Woody Allen a un comentario social. Las analogías superficiales están ahí. La caída de Hal y Jasmine tiene ecos del escándalo reciente de Bernie y Ruth Madoff. La opulencia y la humildad tienen coordenadas espaciales y temporales: del lujo pasado en la costa este (portal de inmigrantes, actual centro cosmopolitas y administrativo y financiero) se cae a la sencillez en el oeste (la frontera salvaje, actual campo de juego de hippies y cineastas y liberales). La película baraja las geografías y tiempos como un contrapunto. Y la ceguera de Jasmine tal vez se origine en una necesidad avasalladora de “naturalizar” las tramoyas de su marido, como cuando los asesores financieros de Fox News describen la crisis bancaria norteamericana en términos de desastre natural.

Pero la película no es lineal porque no es pedagógica. No vemos una “reconstrucción de los hechos.” Los tiempos se mezclan porque el colapso es un hecho consumado. Jasmine ya es viuda y está en bancarrota, huyendo a refugiarse con su hermana. Así la película arranca en mitad del vuelo hacia al exilio y la primer imagen es del avión en el aire, que la cámara toma girando. Al contrario de la llegada al Nuevo Mundo en "Titanic," acá el giro de la cámara no es una manipulación. Tal vez la cámara se mueve mientras el avión está suspendido, con la cabeza en las nubes. También nuestro juicio queda en suspenso, en vaivén entre las escenas del antes y el después.

Un logro de la película de Allen es que tiene menos de conflicto de clases y más de estudio de carácter. El colapso de Jasmine es interno y el pulso de la película lo da la actuación de Cate Blanchett, que le pone el cuerpo al diálogo mordaz de Woody Allen, poniendo la ironía en la acción y no la entonación. Jasmine está desequilibrada, desvaria en una fiesta y habla sola por la calle. Cuando el novio de la hermana le recrimina su actitud de ricachona creida, parece menos interesado en reivindicar su integridad de laburante y más en sacarse a una loca de encima. “Blue Jasmine” es una historia íntima de desintegración. En vez de echar culpas una pregunta más útil es: ¿cómo puede alguien vivir tan engañado?

El plan de Jasmine es volver a estudiar y reinventarse, una vez más, como decoradora de interiores. Había dejado la carrera de antropología para casarse con su magnate. Difícil que una mente tan ensimismada sirviese para la antropología. Si, Jasmine no ve a los demás y por eso no puede verse a sí misma, pero el final de la película, con un giro leve pero crucial, muestra algo más. Como Ivan Ilych, otra figura rica y aburguesada, Jasmine cae tan duro y bajo porque está mal preparada para caer. Su falla es no haberse preparado para la descomposición que nos llega a todos, antes o después. Y la decoración de interiores, la escenografía, es para ambos personajes el síntoma de su espíritu abúlico. Ivan Ilych enferma y muere luego de darse un golpe en la cabeza, mientras colgaba "cortinas nuevas del mejor material."

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