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ATENCION: Los textos en general discuten detalles de la trama, sea de una película o libro o serie de TV.

viernes, 8 de julio de 2016

TRANSFORMERS 3: Testimonio de un Sobreviviente.

El astronauta Buzz Aldrin admira a un robot imaginario en "Transformers 3:Oscuridad De La Luna." (2011, dir. Micahel Bay). 

Es una nota al pie en la biografía de Orson Wells que su último papel de cine haya sido darle voz a un Transformer de los viejos dibujos animados. Agradezcamos que no fue uno de las películas actuales, con grotescas figuras que se agitan y se enroscan, llevan la voz de un paroxismo al otro. Y aparte están los robots.

Ya vamos por cuatro de estás enormidades, especie de experimentos de inmersión que responden a la pregunta: ¿cómo será visitar una de las cárceles de Piranesi? No pude afrontar la cuarta. Quedé en la tercera, que apenas pude sobrellevar en el dormitorio de casa (en el cine habría sido la tortura psiquiátrica de "La Naranja Mecánica"). Cuando la película terminó tuve que llamar por teléfono y decirle a mi pareja: "esta película es El Mal." Escribir sobre Transformers 3 hace de mí un narrador de Lovecraft, mutilado y alucinado. El horror de Transformers vive en youtube y vive en mí. Puedo invocarlo a voluntad. Lo invoco en contra de mi voluntad.

Reconocemos la presencia del Mal cuando nuestro último recurso es la estética. El Mal escapa la razón y no puede hacerse su síntesis, solo su metáfora. La evocación de Transformers es, paradoja del horror, tangible y abstracta. No hay una escena, una situación, una línea de diálogo que la memoria traiga con claridad. Pero el efecto de la película, su apabullante montaje, persiste en una totalidad. Las tres horas de película son un recuerdo total.

Elucidar la trama implacable de Transformers 3 es fútil y profano. El intento solo puede corrompernos. La trama es variada y excesiva, los excesos están solapados. En oposición a la diacronía del lenguaje, de la lógica, incluso de la proyección cinematográfica, la operativa Transformers es sincrónica. Para narrar la especie de omnisciencia que encontró bajo la escalera de Argentino Daneri, Borges recurrió al ingenio de una lista. De los innumerables elementos que vio en el aleph nombró algunos, en una serie parcial y tal vez indiscriminada. También los poemas que largamente componía Daneri espiando por el aleph eran una especie de catálogo, dictado por el capricho y el desatino. Daneri hacía rimar con galicismos, con pormantós meteorológicos, incluso con la palabra "osario." Cuando Daneri le recita a Borges una de sus estrofas y se explaya en su exégesis, burdamente erudita, entendemos que Borges tenía humor propio. Luego cuando Borges hace su catálogo del aleph, sin rima o versificación, sentimos cuan buen escritor era Borges. La serie de Borges no parece indiscriminada. Michael Bay, director de Transformers, parece Argentino Daneri.

Como Daneri, Bay se topó con un mecanismo ya acabado y en funcionamiento, disponible para su uso. Daneri encontró un aleph, Bay encontró el cine. Como los poemas de Daneri, las películas de Transformers son locuaces y burdas. Son extensas en su ambición y pobres en su resultado. Las secuencias se agolpan sin causa narrativa o metafórica, y donde carecen de sentido desbordan textura. Con la estructura del cubismo y la textura del expresionismo abstracto, Transformers hace de lo simultáneo un atributo de la discordancia. Pero Picasso o Braque no desplegaron la forma para desintegrarla (esa fue la tarea del expresionismo abstracto).

En mi testimonio de Transformers 3 he mencionado a Lovecraft, he hablado de Borges, he hablado de pintura moderna. Lo que no quiero es hablar de Transformers.

La invención de un lenguaje es un mecanismo extraño, feliz y común entre quienes sobrellevan un trauma. Las palabras nuevas reducen la novedad terrible del horror, afirman una identidad emergente y sirven de clave entre quienes se reconocen como marcados. Quienes sobreviven al cine de Michael Bay saben de un neologismo. Algún delirante iluminado, su identidad se confunde en la redundancia de Internet, llamó al cine de Michael Bay un "bayhem." El sustantivo es derivado del ingles "mayhem," que refiere un desorden violento, también un alboroto. Los sobrevivientes hemos adoptado ese nombre como injuria y como talisman. El nombre es correcto porque reúne en una imagen dos instrumentos centrales al operativo Bay: saturación y vértigo. De este par, cuya maldad no es inherente, creo que la saturación es subordinada del vértigo, y que ambos son agentes de otro Mal, superior y terrible.

Es difícil imaginar una imagen saturada que no nos interpele. Su proliferación ya nos obliga a contemplar o rechazar una enormidad. Alcanza pensar en el Bosco, en James Joyce, en Kanye West. Una secuencia de Brian De Palma está saturada de elementos, que fluyen como una improvisación de Jazz, que puede ser ominosa o urgente o elegante. De Palma organiza los climas por medio del montaje. Hitchock estimaba, o decía estimar, que la famosa escena de la ducha en Psicosis conformaba 70 encuadres en 45 segundos. Hitchcock, limitado por la censura de la época, por medio del montaje transmite la sordidez y agresión de un cuerpo desnudo mutilado.

Hitchcock y De Palma dan coherencia a la saturación por medio del montaje. La saturación y la agitación que practica Bay son funcionales a su montaje discordante. Hitchcock habla de orquestar el montaje. Para Bay el concepto no es sinfónico, es bélico.

Un solo encuadre de Transformers comprende actores y robots en movimiento, edificios en paralaje y en derrumbe, pavimento agrietado, telas rasgadas, piel surcada con sudor y polvo, las superficies cromadas de los robots que se enroscan, las superficies espejadas de los edificios, y sobre ambos sus mutuos reflejos fragmentos, detonaciones reales y digitales, barro y aceite, partículas y vapores,  siluetas confusas, texturas, polígonos. Todo esto sin considerar el estruendo del sonido envolvente. Elementos filmados y digitalizados son indistinguibles en el vértigo. Un robot se compone de 10 mil partes articuladas, cubiertas por 35 mil texturas.


Encuadre típico de Transformer 3 (2011). La película tiene un estimado de doscientos veintiséis mil ochenta encuadres.

La saturación apabullante de un encuadre Transformer hace eco del movimiento apabullante al que Transformers somete a cada uno de sus encuadres. Las figuras no están quietas, tampoco está quieto el fondo y la cámara no se detiene. No hay dos movimientos, en cualquier caso, que sigan la misma trayectoria. En seguida el vértigo llega al paroxismo y ahí nos deja por unas tres horas, en una meseta que entumece los sentidos, la cognición, la identidad. Todo este movimiento, sin pausa ni centro, cumple la función de opacar la corrosión ontológica que Transformers ejerce sobre la realidad.

La corrosión de lo real es el verdadero Mal al que Bay sirve. Su principal agente es el montaje.

El montaje es el arte del buen cine, la pobreza del mal cine y el instrumento insidioso del cine maligno. Luego de la propaganda fascista caímos en la ilusión de que el cine del Mal había quedado en evidencia y en retirada. El cine podía ser vulgar, podía ser degradante, podía en casos especiales corromper a la juventud o ser propaganda subversiva, pero no podía ser un agente del Mal. El advenir de la televisión nos persuadió que el Mal era cautivo de la publicidad, que opera en dosis breves, homeopáticas. Michael Bay no solo demuestra que la Maldad puede extenderse durante horas, también descubre que su extensión la fortalece. El bayhem no introduce una novedad, opera en continuidad con la publicidad y la cultura de masas. Lo único inaudito es su capacidad de operar extensamente la confusión y el desorden.

Transformers 3 está ensamblada con la lógica anárquica de un mecanismo de relojería que no debe jamás dar la hora. No hay transición o corte en el montaje que no sea un hiato y una herida en la psicología y el espíritu del público. No debe distraernos que la desarticulación sea el propósito o el mero efecto de Transformers. Las escenas, una detrás de otra, rehusan articularse. El montaje de Transformers propone librarnos de la coherencia y gozar la banalidad del sentido. La saturación y el vértigo rebalsan la pantalla y nos devuelven a un estado anterior a la significación, un estado de pasividad animal que habilita ese goce.

Así como Michael Bay tiene detractores, que hablan con sorna y resignación del bayhem, también tiene acólitos. Su consigna es: apagar el cerebro y pasarla bien. No estoy dispuesto a quedar cautivo de un conflicto fraguado por el verdadero enemigo. Detractores y acólitos por igual, todos somos víctimas. El poder oscuro de Transformers no está en apagar nuestra conciencia, está en rebalsarla hasta dejarla inoperante. Es la antípoda de la iluminación budista. Que toda su agitación amague pero nunca concrete una lectura transversal es donde radican su goce y su corrosión, que son reversibles. Vemos aparecer delante nuestro una película que afirma (parece ser lo único que afirma) el despropósito de la interpretación. Sus exégetas van un paso más adelante, afirman que la interpretación es arrogancia. Esta sensualidad totalitaria no puede ser lo que buscaba Susan Sontag al proponer una erótica del arte.

Transformers anula su propia trama para existir solo en nuestra respuesta refleja a sus estímulos visuales y auditivos. En lugar de una historia Transformers hace un simulacro de historia, que subsiste como un resto de si misma y una formalidad retórica. En ese punto Transformers encuentra continuidad con la cultura de masas.

Hay una teoría conspirativa según la cual la misión Apollo 11 fue apócrifa, el alunizaje del año 69 fue falso. Los astronautas simularon llegar a la luna y las películas que se transmitieron por la televisión mundial fueron una puesta en escena, una producción espuria hecha en un estudio de filmación secreto. Según la endeble trama de Transformers 3 hubo una conspiración de otro orden. La misión de Apolo 11 llegó a la luna y cumplió su objetivo encubierto, explorar los restos de una nave Transformer. Buzz Aldrin, miembro de la misión original de Apollo 11, aparece en Transformers 3 para exponer este complot. Aldrin se deja filmar a los pies de monumentales robots intangibles, que son agregados digitalmente en post-producción, y tácitamente endosa el placer y el derecho imaginarios de conformar la realidad a lo que uno tenga ganas. La cultura de masas hace de la realidad una perversión polimorfa.

Es la otra cara del "infotainment," el periodismo como espectáculo. Es la lógica del History Channel, que explica las pirámides del Egipto con visitas extraterrestres (también esa fue una trama de Transformers). Es la lógica de noticieros como Fox y TN, que dan a las controversias del Código DaVinci y de la gobernación del Fútbol el espacio del escándalo político. Es la lógica discursiva de políticos como Silvio Berlusconi o Mauricio Macri, que en el plazo de una semana, un día o una misma hora, afirman y desmienten un mismo hecho con sinceridad y contundencia. A quien le parezca excesivo vincular una película sobre robots y el mandatario de una nación soberana, lo remito al reciente informe Chilcot, resultado de una investigación interna del gobierno británico sobre su participación en la guerra en Iraq, donde una película de Michael Bay ("La Roca") es tomada como referente por el servicio de inteligencia (el SIS informó erróneamente sobre el uso de esferas de cristal como munición para agentes bacteriológicos, luego admitió que el origen del equivoco fue la película de Bay).


Segmento del Informe Chilcot (2016).

Dirigiéndose a la promoción 2016 de Stanford, el documentalista Ken Burns injurió a Donald Trump, magnate de bienes raíces y conductor televisivo de realities y candidato a la presidencia de Estados Unidos (la confluencia de esos atributos corresponde a Transformers). Convocando a los jóvenes graduados a boicotear la campaña Trump, el orador habló de un candidato "que está contra muchas cosas, pero no parece estar da favor de nada... una persona que miente con facilidad, creando un entorno donde la verdad ya no parece importar." Creo que el repetido verbo "parecer" es clave en esa declaración.

El programa de estos operarios es erosionar los hechos hasta que su mera afirmación parezca fundamento suficiente. La erosión de lo real se extiende a las autoridades científicas, las instituciones gubernamentales, la evidencia histórica. Cómo Tlön, Transformers infiltra y empobrece la realidad. Cómo Tlön, el operativo Transformers es al fin una realización estética. Si la estética es el último recurso ante el Mal, es patético que también sea su vehículo. En una película de Godard ("El Pequeño Soldado") un joven que se oculta en un departamento arenga como un animal enjaulado y le atribuye a Lenin la frase "la estética es la ética del futuro" (el historiador Henri Arvon, a quien Godard tal vez leyó, atribuye la frase a Máximo Gorky). La afirmación de falsedades como verdaderas, la denuncia de hechos probados como falsos, se logra por medio de la estética. Como el totalitarismo, como el engaño y la estafa, Transformers es una puesta en escena y así es un fenómeno de la estética. Transformers parece persuadirnos del fin de lo real (luego del supuesto fin de la Historia). La trampa final es dejarnos persuadir de la consecuencia lógica de esa irrealidad, el modelo geocéntrico en el cual todo irradia de nuestra propia interioridad mutilada y confusa. Ha sido el modelo de la cultura de masas y es el modelo de las redes sociales, que da a cada usuario el presunto protagónico en una inagotable performance global. Como el mito capitalista del mercado que se autorregula, el espíritu igualitario de las redes sociales es ilusorio. Donde la autoridad irradia del medio y no del mensaje, el poder radica en el control de esos medios, que es la propiedad privada de una "dispersa dinastía" (el calificativo es de Borges).

La mecánica de una operación estética encierra un modelo a escala de su lógica. Sabemos que los excesos de Transformers dependen de computadoras. La geometría que compone los robots transformables y las ciudades que arrasan opera en un entorno digital por medio de datos llamados "booleanos," un tipo de dato binario. La sofisticación de los simulacros digitales nos hace olvidar que son el resultado de una expresión binaria complejísima, inconmensurable para la inteligencia humana. Esa complejidad no es solo cuantitativa, implica un salto cualitativo en las leyes de la lógica. En un entorno digital las expresiones binarias no tienen dos resultados posibles, tienen tres: verdadero, falso, y luego a la vez verdadero y falso (la computadora, siguiendo un programa humano, convierte esa expresión inconcebible en un valor falso). El novelista Scott Fitzgerald, en la crónica de su alcoholismo, propone que la prueba de una inteligencia superior sea "la capacidad de pensar dos ideas opuestas y aun así seguir operando." Tal vez pensaba en la paradoja de tener resaca y querer seguir tomando. Aun así su fórmula corresponde a la inteligencia terrible de una computadora. Hay otro novelista que vio un futuro en el que dos ideas opuestas eran equivalentes y tal vez simultáneas. El futuro que supuso el británico George Orwell no fue alegre. Lo resumió en la imagen de una bota pisando un rostro humano, "por una eternidad." Esa eternidad es Transformers.

El horror de Transformers ya ha tenido cuatro instancias. El público aturdido da su respaldo económico, el único que Transformers necesita. Los focos de resistencia, dispersos y menores, se aíslan con desconcierto o asco. Hay una quinta película en camino. Sus productores han amenazado inaugurar con esta un "universo cinematográfico expandido," sumando los personajes y argumentos de otras series de dibujos animados, mayormente olvidadas. Estas series tienen nombres cuestionables como "Los Micronautas" y "Los Visionarios." No debe incumbirnos que resulte verosímil la coexistencia de robots gigantes con hechiceros que abjuran de la ciencia, o con la aristocracia aventurera de un universo microscópico. Menos viene al caso si esas otras series merecieron el recuerdo o estimación del público, cualquier público, antes de merecer el aura nostálgica de Transformers. No viene al caso si esas series fueron reales o son invenciones que la vasta maquinaria Transformers usará para infiltrar el pasado.

En el año 2002 la producción de los Oscars encargó al documentarista Errol Morris un segmento para reproducir durante la ceremonia, con varias personas notables hablando de su película favorita. Era el año luego del atentado a las torres gemelas y montar el espectáculo de los Oscars era una tarea delicada. El discurso de apertura, que suele dar un comediante, fue encargado a la superestrella Tom Cruise. Seductor y solemne, Cruise se preguntó si era importante, ante la magnitud del evento que llamamos 11 de septiembre, celebrar la "magia del cine." Y por supuesto su respuesta fue: "más que nunca." Más o menos al mismo tiempo el novelista Martin Amis publicaba en el diario británico "The Guardian" uno de sus muchos ensayos sobre el atentado a las torres gemelas y ahí reflexionaba con amargura que a fin de cuentas si era posible vivir en tiempos de cliché, más duro era vivir en tiempos de guerra. Decía esto en irónico repudio a su propio libro de ensayos, anterior al 11 de septiembre, "La Guerra Contra El Cliché." Transformers es la respuesta de la voluntad banal a un público ya inmunizado contra el cliché. La tautología del cliché es una forma apenas encubierta del vaciamiento. Transformers ofrece vacuidad sin coartadas. En Transformers la sinrazón es el principio fundamental del heroísmo épico.

¿Y en aquel segmento de Errol Morris para la 74ta ceremonia de los Oscars, a quién encontramos sino a Donald Trump declarando que "El Ciudadano Kane,"  la gran opera prima de Orson Wells, es su película favorita? No voy a dilatar aun más este texto enunciado los evidentes paralelos entre ambos personajes, excepto para decir que son ambos personajes de ficción. Morris pregunta a Trump que consejo le daría a Kane, al magnate caído en desgracia, y Trump responde con su mejor versión de una sonrisa entradora: "Que se consiga otra mujer." La ironía de que la campaña política de Kane haya sido desecha por un "sex scandal," una narrativa que existe solo en la misma esfera mediática que era el imperio de Kane, parece escapar por completo a Donald Trump. Tiene sentido que así sea, la campaña política de Trump no fue destruida por sus propios escándalos sexuales, que involucraron violaciones y abuso sexual de menores. La escena Transformers nos pone más allá del cliché y más allá de la ironía. Borges escribió una reseña de "El Ciudadano Kane" y allí recordó un cuento de Chesterton donde "el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro." Según Borges el film de Wells "es exactamente ese laberinto." Pero yo creo que el film de Wells nos muestra el horror de otro perdido en ese laberinto. Si queremos perdernos nosotros mismos debemos adentrarnos en el ego de políticos como Mauricio Macri o Donald Trump. Otra vía más accesible es mirar una película de Transformers.

Dije al comienzo de este testimonio que el horror de Transformers vive en mí. Veo la superficie booleana de un sacacorchos monumental, plateado y negro, que penetra una torre de cristal con devastación centrífuga. Un equipo de Marines resbala por un vigésimo piso inclinado en el derrumbe. El soldado negro pasa frente a la cámara y dice una payasada, el soldado blanco pasa gritando que se agarraren de algo. El robot camión, con una espada en una mano y un cañon en la otra, se abalanza sobre el sacacorchos y grita que va a destrozarlo. En la calle una modelo de Victoria Secret con labios neumáticos de chorizo mariposa grita y se arrodilla entre los escombros. Su novio le agarra la cara y le dice que la ama antes de saltar sobre uno de los tantos pobres automóviles que no puede transformarse en robot, que no pueden más que quedarse estacionados y esperar su desintegración sobre el asfalto agrietado. Ese es el horror de un minuto, de treinta segundos de eternidad Transformers.

El panorama supersaturado del mundo Transformer pasa devastado por la ventana del coche. Apenas llego a señalar algunos de los innumerables hitos que abruman el paisaje. Antes de fijarlos en la memoria se disuelven en un pasado abstracto. Siento la Gestalt de mi experiencia ceder a la operativa Transformers, donde lo verdadero y lo falso son simultáneos. Me quedan solo dos recursos, que son reversibles. Uno es gozar el repudio de la pantalla, pero hay tantos otros que siguen mirando, y las pantallas proliferan y emiten sus imágenes implacables. El otro, el único recurso, es escribir este texto.

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